septiembre 30, 2010

Tira Piedras

Iba caminando camino a casa. Nadie se acordaba de mi en ese momento y no me importaba. No quería que nadie se acordara de mi, esa era la verdad.

No era muy temprano, pero tampoco tan tarde. O más bien era muy tarde y nada temprano. Era la hora justa, eso si recuerdo. Y nadie se acordaba de mi. Lo que me placía.

Me despedí de mis acompañantes, caminé cien o ciento cincuenta metros y me di cuenta de que la noche se mantenía exactamente igual de nublada que cualquier octubre. Pero sin lluvia. Como cualquier febrero.

Las luces de tungsteno brillaban como rings de teléfono de disco. Y nadie se acordaba de mi. La mayoría de las personas que se podrían acordar de mi estaban durmiendo o acordándose de otra cosa. Talvéz viendo televisión. En fin. Nadie se acordaba de mi.

Subí la calle y empecé a bajar mientras nadie se acordaba de mi y yo me di cuenta de que nadie se estaba acordando de mi en ese momento (aunque talvéz alguien si lo hacía, que se yo) lo que me pareció sumamente atractivo. El anonimato daba un matiz sensual a mi vida poco sensual. Imaginé mientras bajaba por la calle que hacía algunos metros había dejado de subir, a los grandes anónimos de la historia universal, los que por el hecho de ser anónimos nadie los recuerda pero que sin duda trascendieron la historia por su sensual anonimato.

Seguí bajando por la calle que subí antes de bajar. Alcé la cabeza para confirmar que el cielo seguía nublado. La alcé en el mismo lugar donde siempre la alzo para intentar ver alguna estrella fugaz y nunca la veía. Alcé la cabeza y el cielo seguía nublado, por lo que no esperé ver la estrella fugaz que esperaba ver. Entonces bajé la cabeza para seguir pensando en algo. Uno tiene que pensar cosas en esos trayectos no se porqué, con lo fácil que es no pensar en cosas.

Caminé unos dos o seis metros. En ese lapso vi una rama que algún día ella confundió con un cocodrilo. Cuando subíamos ella y yo por esa calle que ahora estaba bajando. Me pregunté si ella estaría pensando en mi. Recaí en el pensamiento del anonimato. Y alcé la cabeza otra vez para intentar ver otra anónima y brillante estrella fugaz que me la recordara a ella.

Seguía nublado. Imposible ver una. Pero si vi mi sombra y noté que no era una sombra provocada por la casi estroboscópica luz del tungsteno. Esta luz, la que se proyectaba sobre mi espalda, brillaba más bien como ringtone predeterminado de teléfono celular de última generación.

Eso fue anoche. Hoy estoy hospitalizado porque la bendita estrella fugaz anónima que no alcancé a ver anoche no la alcancé a ver porque la hija de puta venía por mi espalda (¡así de anónima!) a una velocidad aproximada de cincuenta y seis kilómetros por segundo, con un tamaño de unos dos o tres centímetros, un peso de doscientos miligramos -aproximadamente- y con una dirección desde el norte o noreste (mi espalda) directamente a mi (afortunadamente) muy sólido cráneo anónimo.

Anoche nadie se acordó de mi, excepto el bendito tirapiedras espacial que estaba tirando piedras encendidas desde el cielo. Hoy algunos se acordaron de mi cuando se dieron cuenta de que no estaba durmiendo donde se suponía que tenía que dormir y otros se acordaron de mi porque si estaba “durmiendo” donde se supone que nadie tiene que dormir: a la mitad de la calle que dejé de subir y empecé a bajar hace cuatro o cinco horas.